lunes, 20 de junio de 2011

Ancianidad, Naturaleza, Vida

De todos es sabido la máxima de que en la naturaleza nada es desaprovechado, cualquier elemento generado es inmediatamente transformado en alguna fuente de energía, que es nuevamente aprovechada por otros seres vivos en su metabolismo vital o para la construcción de nuevos seres. Es decir todo está en constante transformación, transitando hacia otras formas, hacia otros seres diría yo. Es así a groso modo y seguirá siendo así, regido por los diferentes principios y ciclos físico-químicos que imperan en este planeta desde siempre. Nuestra existencia por tanto no es ajena a esta realidad, no lo es, nunca lo ha sido y nunca lo será, pese al empeño y la energía que derrochamos en evitar que esto no nos afecte. Entre este derroche está el de desaprovechar frecuentemente esa valiosísima fuente de energía que es el conocimiento empírico, acumulado durante generaciones y del que nuestros mayores son los principales portadores. 

En cualquier especie animal gregaria, y la nuestra lo es y mucho, la existencia o no de individuos con veteranía, es decir los más "viejos", con frecuencia marcan la diferencia entre la supervivencia del grupo y su extinción, así de claro. Esto resulta muy patente en especies como los elefantes, donde la gran madre matriarca atesora las claves precisas para la supervivencia del grupo, como es saber qué lugares son más seguros y cuales adecuados para la obtención de agua y alimento, conocimientos todos adquiridos a través de la experiencia.

Existen multitud de especies en las que esto es así, entre las que por aproximarnos están los primates, a la que pertenece la nuestra. ¿Que hubiera sido de nosotros sin esos ancianos que conocían donde y como buscar la vital agua, donde y qué podemos comer sin enfermar, como rastrear la caza, qué remedios usar, cuando usarlos y de qué manera para curarnos, cual es la mejor herramienta, donde obtener el material para fabricarlas, como utilizarlas, etc, etc, etc?. Las generaciones anteriores posibilitaron así nuestro éxito como especie, lo que ineludiblemente pasó por conseguir la supervivencia cotidiana. Ellos y ellas han sido pues, los custodios de métodos y experiencias, semillas para la vida y lugares adecuados para los asentamientos, transmisores de recuerdos y portadores de culturas.

En las sociedades que damos en llamar prepotentemente “primitivas”, aquellas culturas que se resisten a ser domesticadas por nuestra “civilización” y que han establecido una sabia simbiosis con la naturaleza, con gratitud y respeto hacia quien los nutre, los ancianos han representado y aún representan elementos sociales de gran prestigio por su enorme acervo de conocimiento. Este conocimiento transmitido oralmente de generación a generación por los ancianos, fue decisivo en el desarrollo de todas las culturas y grandes civilizaciones. Sin embargo, algo ha ocurrido con la nuestra.

Desde pequeño siempre me han fascinado, al igual que le sucede a todos los niños, el tesoro de conocimiento que suponía entablar comunicación con los “viejos”, la magia que desprenden es irresistible para cualquier pequeño, especialmente para los más exploradores. Han sido mayoritariamente ellos los que me enseñaron (y aún enseñan) gran parte de lo que he llegado a aprender en la naturaleza, gente de campo o proveniente de él, curtida por mil soles y vientos, forjados casi siempre por duras vidas a la intemperie sea cual sea su latitud. Ellos son los que me han regalado su tiempo y dedicación en infinitud de horas de enseñanza enmarcada en el mundo rural, ya fuera en bosques o prados, marismas o montañas. Y yo no tengo por más que mostrar desde aquí mi agradecimiento.

Pese a esa demostrada y telúrica sapiencia, en la sociedad que “vivimos”, nuestra ceguera productivista les relega ingratamente al olvido, cuando no al desprecio, en la estúpida creencia de que los interrogantes socioambientales que nos traerá el cada vez más incierto futuro que nos espera, serán despejados únicamente mediante herramientas tecnológicas, cada vez más sofisticadas, cada vez más... “científicas”.

Quizás, deberíamos percatarnos que cuando miramos el rostro de un anciano, cada una de sus arrugas puede que tenga la respuesta a muchas de las preguntas que en nuestra vital existencia nos hacemos, y que tal vez nos tengamos que hacer para sobrevivir en algún momento. Probablemente, también escondan la respuesta al mayor interrogante ¿Qué estamos haciendo mal con nuestro mundo y que claves tendríamos que tener en cuenta para encontrar soluciones?. No olvidemos, que cuando nosotros vamos ellos nos observan desde el final del camino, el camino común y vital por el que nuestra especie haciendo caso de su sabiduría primigenia, debería volver a transitar para reencontrarnos con la naturaleza a través de nuestra esencia humana. O simplemente si queremos vivir en lugar de sobrevivir.

"Una bella ancianidad es, ordinariamente, la recompensa de una bella vida". Pitágoras de Samos (582 AC-497 AC) Filósofo y matemático griego.