miércoles, 6 de febrero de 2013

Húmeda realidad



Hace alrededor de diez años, tuve la inmensa fortuna de recorrer uno de los más grandes, biodiversos y espectaculares humedales del mundo, el Delta de río Okavango. Situado en Botsuana, cubre una superficie de entre 15.000 y 22.000 km² durante las crecidas, lo que representa casi la mitad de la extensión de un país como Suiza. Su riqueza natural es difícil de imaginar, casi toda la fauna emblemática de África (y alguna única como el licaón) tiene allí su representación, con una singular peculiaridad, han de convivir de forma casi anfibia durante los momentos de mayor inundación, que durante las crecidas llega a cubrir el 70% de su territorio. Un ejemplo es que allí existe la única población de leones nadadores, ya que se ven forzados a entrar en el agua para poder dar caza a sus presas. Otra indescriptible peculiaridad, casi única de esta geografía salvaje es que este delta, no se halla en el mar, sino en el desierto del Kalahari. Algunos de sus pobladores humanos son también únicos, como los San o Basarawa, una de las tribus más antiguas del planeta.

La razón por la que cuento esto es porque, hace poco se celebró el día de los humedales, para recordarnos que este ejemplo de riqueza sin igual que acabo de comentar tan someramente, como la mayoría de los humedales de este planeta, se encuentra amenazado. Probablemente, por encima de cualquier análisis cuantificador de impactos, quizás sea, simplemente porque son los últimos territorios indomables, algo que a nuestra destructora especie le cuesta aceptar, al menos al Homo occidentalis


Los pantanos, ciénagas o humedales como en tiempos recientes se les denominó, los grandes, son territorios casi indomesticables. A caballo entre la tierra y el agua, a veces secos y otras rebosantes de agua, son lugares que el hombre durante siglos ha temido y a la vez ha sabido sacar provecho de su sin igual patrimonio vital. Muchas poblaciones humanas aún dependen de esta enorme riqueza para su subsistencia. Los humedales son su despensa, su farmacia y su almacén de agua, todo lo que necesitan para vivir lo encuentran allí. La vida en ellos es estacionalmente cambiante, hay especies animales que los visitan temporalmente y especies sedentarias. A veces parecen desparecer, pero la llegada de las lluvias les hace hervir de vida, casi milagrosamente. La vida del ser humano por ello se hace dura también, hay que resistir su inclemente ritmo, la pura adaptación al medio hace a sus pobladores diferentes a otros hábitats, cualquiera que conozca estos entornos sabe de que hablo. Es algo que trasciende latitudes. La naturaleza impone la flexibilidad ecológica en todas sus facetas y eso, no gusta porque es difícil de rentabilizar para el destructor sistema económico que impera en el mundo.

A diferencia de los ríos, que en nuestro afán por controlarlo todo, hemos domesticado con presas y embalses, los humedales sencillamente se nos escapan, parecen desafiarnos, y ya sabemos que le ocurre a todo lo que así interpreta nuestra especie. Casi no hay término medio, los drenamos y secamos o permitimos que se conserven, eso sí, sólo una parte representativa. Lo tremendo es que siendo los ecosistemas terrestres de mayor productividad, cumpliendo funciones esenciales de regulación y abastecimiento hídrico y demostrado una y mil veces que su sustitución por cualquier otra función productiva es al lado de la natural, sencillamente ridícula, se sigan destruyendo. Se calcula que actualmente ha desaparecido la mitad de su superficie en el planeta. Su pérdida es silenciosa. Drenados, convertidos en basureros o cloacas, piscifactorías, arrozales o sepultados bajo el hormigón, desaparecen sin que nos demos cuenta. 



Su pérdida no importa en los tableros bursátiles o tal vez sí, pero para el beneficio de unos pocos que con grandes planes de “desarrollo” obtienen también grandes fondos de inversión para, paradójicamente, hacerlos “productivos”, o eso dicen. Es el sueño de los ingenieros del FMI que siembran el mundo con sus megaproyectos, la inmensa mayoría de los cuales fracasan, o bien únicamente benefician a una élite local o minoría frente a la mayoría, que se ve obligada a abandonar, cortado el cordón umbilical que le unía a su tierra y su ancestral cultura.

Ejemplos de esta agonía los vemos por todo el planeta, pero no hay que ir muy lejos para encontrarnos de bruces con la cruda realidad. Podemos echarle la culpa al cambio climático, pero hace mucho que ya le adelantamos el trabajo aquí. 

La laguna gaditana de La Janda es un ejemplo de ello. Hasta los años 50 en que se inició su desecación, constituyo el mayor humedal interior de Europa. Otro tanto ocurrió con la enorme extensión que ocupaban las marismas del Guadalquivir, donde la zona inundable de Doñana, hoy no llega a alcanzar ni la cuarta parte de lo que antaño ocuparon estas tierras salvajes del sur. Y que decir de las Tablas de Daimiel…, sí mejor no hablar…

No hacen falta cifras, cuando uno recorre estas tierras ya drenadas convertidas en zonas de cultivo en su mayor parte, no deja de sentir el latido nostálgico de lo que debió suponer la contemplación de su espectacular belleza. Imaginar al ser humano obteniendo lo que necesita de los abundantes recursos que estos espacios poseen, es algo que ya sólo podemos alimentar a través de la lectura de los libros de historia y antropología o si tenemos la suerte de conversar con alguno de sus pobladores supervivientes, ya muy ancianos. Tenemos los testigos en el paisaje transformado, aprendamos de ello.