Hace
alrededor de diez años, tuve la inmensa fortuna de recorrer uno de los más
grandes, biodiversos y espectaculares humedales del mundo, el Delta de río
Okavango. Situado en Botsuana, cubre una superficie de
entre 15.000 y 22.000 km² durante las crecidas, lo que representa casi la
mitad de la extensión de un país como Suiza. Su riqueza natural es difícil de
imaginar, casi toda la fauna emblemática de África (y alguna única como el
licaón) tiene allí su representación, con una singular peculiaridad, han de
convivir de forma casi anfibia durante los momentos de mayor inundación, que durante las crecidas llega a cubrir el
70% de su territorio. Un ejemplo es que allí existe la única población de leones nadadores, ya que se ven forzados a entrar en el agua para poder
dar caza a sus presas. Otra indescriptible peculiaridad, casi única de esta
geografía salvaje es que este delta, no se halla en el mar, sino en el desierto
del Kalahari. Algunos de sus pobladores humanos son también únicos, como los
San o Basarawa, una de las tribus más antiguas del planeta.
La razón por la que cuento esto es porque, hace
poco se celebró el día de los humedales, para recordarnos que este ejemplo de
riqueza sin igual que acabo de comentar tan someramente, como la mayoría de los
humedales de este planeta, se encuentra amenazado. Probablemente, por encima de
cualquier análisis cuantificador de impactos, quizás sea, simplemente porque
son los últimos territorios indomables, algo que a nuestra destructora especie
le cuesta aceptar, al menos al Homo
occidentalis.
Los pantanos, ciénagas o humedales como en
tiempos recientes se les denominó, los grandes, son territorios casi
indomesticables. A caballo entre la tierra y el agua, a veces secos y otras
rebosantes de agua, son lugares que el hombre durante siglos ha temido y a la
vez ha sabido sacar provecho de su sin igual patrimonio vital. Muchas
poblaciones humanas aún dependen de esta enorme riqueza para su subsistencia.
Los humedales son su despensa, su farmacia y su almacén de agua, todo lo que
necesitan para vivir lo encuentran allí. La vida en ellos es estacionalmente
cambiante, hay especies animales que los visitan temporalmente y especies
sedentarias. A veces parecen desparecer, pero la llegada de las lluvias les
hace hervir de vida, casi milagrosamente. La vida del ser humano por ello se
hace dura también, hay que resistir su inclemente ritmo, la pura adaptación al
medio hace a sus pobladores diferentes a otros hábitats, cualquiera que conozca
estos entornos sabe de que hablo. Es algo que trasciende latitudes. La
naturaleza impone la flexibilidad ecológica en todas sus facetas y eso, no
gusta porque es difícil de rentabilizar para el destructor sistema económico
que impera en el mundo.
A diferencia de los ríos, que en nuestro afán por
controlarlo todo, hemos domesticado con presas y embalses, los humedales
sencillamente se nos escapan, parecen desafiarnos, y ya sabemos que le ocurre a
todo lo que así interpreta nuestra especie. Casi no hay término medio, los
drenamos y secamos o permitimos que se conserven, eso sí, sólo una parte
representativa. Lo tremendo es que siendo los ecosistemas terrestres de mayor
productividad, cumpliendo funciones esenciales de regulación y abastecimiento
hídrico y demostrado una y mil veces que su sustitución por cualquier otra función
productiva es al lado de la natural, sencillamente ridícula, se sigan
destruyendo. Se calcula que actualmente ha desaparecido la mitad de su
superficie en el planeta. Su pérdida es silenciosa. Drenados, convertidos en
basureros o cloacas, piscifactorías, arrozales o sepultados bajo el hormigón,
desaparecen sin que nos demos cuenta.
Su pérdida no importa en los tableros bursátiles o tal vez sí, pero para el beneficio de unos pocos que con grandes planes de “desarrollo” obtienen también grandes fondos de inversión para, paradójicamente, hacerlos “productivos”, o eso dicen. Es el sueño de los ingenieros del FMI que siembran el mundo con sus megaproyectos, la inmensa mayoría de los cuales fracasan, o bien únicamente benefician a una élite local o minoría frente a la mayoría, que se ve obligada a abandonar, cortado el cordón umbilical que le unía a su tierra y su ancestral cultura.
Su pérdida no importa en los tableros bursátiles o tal vez sí, pero para el beneficio de unos pocos que con grandes planes de “desarrollo” obtienen también grandes fondos de inversión para, paradójicamente, hacerlos “productivos”, o eso dicen. Es el sueño de los ingenieros del FMI que siembran el mundo con sus megaproyectos, la inmensa mayoría de los cuales fracasan, o bien únicamente benefician a una élite local o minoría frente a la mayoría, que se ve obligada a abandonar, cortado el cordón umbilical que le unía a su tierra y su ancestral cultura.
Ejemplos de esta agonía los vemos por todo el
planeta, pero no hay que ir muy lejos para encontrarnos de bruces con la cruda
realidad. Podemos echarle la culpa al cambio climático, pero hace mucho que ya
le adelantamos el trabajo aquí.
La laguna gaditana de La Janda es un ejemplo de ello. Hasta los años 50 en que se inició su desecación, constituyo el mayor humedal interior de Europa. Otro tanto ocurrió con la enorme extensión que ocupaban las marismas del Guadalquivir, donde la zona inundable de Doñana, hoy no llega a alcanzar ni la cuarta parte de lo que antaño ocuparon estas tierras salvajes del sur. Y que decir de las Tablas de Daimiel…, sí mejor no hablar…
La laguna gaditana de La Janda es un ejemplo de ello. Hasta los años 50 en que se inició su desecación, constituyo el mayor humedal interior de Europa. Otro tanto ocurrió con la enorme extensión que ocupaban las marismas del Guadalquivir, donde la zona inundable de Doñana, hoy no llega a alcanzar ni la cuarta parte de lo que antaño ocuparon estas tierras salvajes del sur. Y que decir de las Tablas de Daimiel…, sí mejor no hablar…
No hacen falta cifras, cuando uno recorre estas
tierras ya drenadas convertidas en zonas de cultivo en su mayor parte, no deja
de sentir el latido nostálgico de lo que debió suponer la contemplación de su
espectacular belleza. Imaginar al ser humano obteniendo lo que necesita de los abundantes
recursos que estos espacios poseen, es algo que ya sólo podemos alimentar a
través de la lectura de los libros de historia y antropología o si tenemos la
suerte de conversar con alguno de sus pobladores supervivientes, ya muy ancianos.
Tenemos los testigos en el paisaje transformado, aprendamos de ello.
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