lunes, 16 de marzo de 2015

El requiem de Alaska

Hace pocos días, los naturalistas sean cuales sean nuestros orígenes y formación recordamos que 35 años atrás, de manera repentina, quedamos huérfanos de la palabra, el gesto y la pasión de ese gran mentor nuestro que fue Félix Rodríguez de la Fuente. El gélido aire de las altas latitudes norteñas nos robó su aliento la mañana de un 14 de marzo, allá por 1980. Fue como el último empujón que un animal salvaje le da a su vástago para que inicie su andadura en el aventurado mundo que le tocará vivir, sin la protección que hasta entonces le ha brindado, sin más calor que el que genere su cuerpo, sin más cobijo en ocasiones que su propia piel, pero también sin límites al horizonte que quiera trazar.

La aparición de Félix en nuestro mapa mental de incipientes naturalistas, aprendices del vivir existente y salvaje, que descubríamos más allá de nuestros cómodos hogares, supuso un aldabonazo en nuestras latentes conciencias. Referente indiscutible para una generación hoy veterana, fue sin lugar a dudas el "padre" emocional de toda una legión de naturalistas, cuya vocación posiblemente no habría encontrado un terreno tan fértil para su desarrollo si él no hubiera existido. La España en la que germinó su inquieta mente, era por aquel entonces un insensible erial para todo lo que supusiera un freno al sacrosanto desarrollo económico, poner en valor todo aquello que precisamente se deseaba dejara atrás por no decir erradicar como símbolo de retraso socioeconómico, podía tildarse como poco de majadería.

Sin embargo, frente a todo pronóstico para una persona de bien, como se solía calificar a aquellos que habían tenido la suerte de nacer en cómoda cuna, Félix se lanzo a su personal cruzada naturalista para demostrar que precisamente en conservar aquello en lo que se ponía tanto empeño en destruir, radicaba el futuro de la sociedad, sea a la escala que fuere esta situación. Y el tiempo le ha dado la razón.

Para una persona nacida en la profunda y oscura Castilla de entonces, el reto que se le planteaba suponía una proeza de dimensiones casi imposibles. A ello se lanzó, sabiendo que de jugar bien sus cartas y de sus arrojo personal iba a depender su éxito. El resto de la historia, sus logros y hazañas hasta conseguir alcanzar lo que siempre deseo, para algunos roza casi la leyenda, para otros, como suele ocurrir en este país tan amigo del desprestigio de lo brillante, tan solo es el fruto del oportunismo de un momento que supo aprovechar. Curioso esto último, pues muchos de aquellos que así lo han calificado incluso hasta hoy día, no han sido capaces de emularle en la mayoría de sus logros, a pesar de contar con mejores medios y a pesar de que paradójicamente, su desaparición les dejo allanado el camino.

Más allá del mito o la leyenda, me quedo con lo que supo transmitir a todos lo que hoy día nos consideramos herederos de ese espíritu integrador y holístico, la fuerza y lealtad que siempre demostró a la hora de proteger lo que más amó, la naturaleza, que no es otra cosa que nosotros mismos. Los miles de personas que siguen luchando cada día por conservarla son testigos de ello.
Buen trabajo, querido amigo. Descansa en paz.