jueves, 5 de mayo de 2016

Sociedad arboricída

Estamos rodeados de noticias, vivimos inmersos en ellas, así que cada día, nos desayunamos con enormes cantidades, las más de las veces tan solo las oímos, pero otras, sea por la razón que fuere, las escuchamos con singular atención, especialmente si como es el caso de la que aquí comento, indignan e hieren profundamente por la impotencia que generan, la estupidez de su objeto y la cobardía de su acto.

Esta mañana me he desayunado con una de ellas. Entre la multitud que suelen inundarnos hoy destacaba una para mi, el asesinato, cruel y premeditado de un ser sagrado, un gran árbol, un roble majestuoso y centenario (más de 300 años le calculaban), el gran roble de La Solana, que como todos los árboles, cumplía la sagrada función de aportar riqueza a su entorno a cambio tan solo de la pieza más básica para convivir, de respeto. El arboricídio ha sucedido en la localidad extremeña de Barrado, provincia de Cáceres, en el muy conocido Valle del Jerte. Probablemente nunca sabremos que pecado cometió para el despreciable ser que ejecutó tan ignominioso crimen, como probablemente nunca podamos saber quien fue para poder ser castigado como se merece por la justicia. Sólo sabemos que quien lo hizo, a juzgar por la forma de realizar el acto, sabía muy bien que hacer y como hacerlo más efectivo, realizando diversos cortes en zonas vitales para posteriormente introducirle una sustancia tóxica que acabara con su vida. A juzgar por las pruebas de su delito y los resultados obtenidos, una ejecución técnicamente "impecable".



Conozco bien el mundo rural, me muevo asiduamente en él y como cualquiera que así haga también, sabe que en ese contexto, es imposible guardar un secreto mucho tiempo, el problema es demostrarlo. Cualquier sociedad que se considere civilizada debe mostrar un grado de intolerancia absoluta hacia quienes atenten contra el bienestar de los seres que la componen, pertenezcan éstos a la especie que sea, sobre todo, cuando ese atentado afecta de lleno al bien de la comunidad. Si esto sucediera así en este país, la identidad de tamaño miserable ya se sabría, nadie osaría dar cobijo con su silencio a quien actúa contra todos y sería denunciado. Pero por desgracia este no es el caso, como no lo es nunca o casi nunca en nuestra sociedad, donde tales crímenes contra la naturaleza suelen quedar impunes, bien por lo descrito, bien por algo más grave, la falta de interés cuando no de sensibilidad, de las autoridades competentes para llegar al fondo de la cuestión, indagando por supuesto en los motivos que han podido llevar a ello, algo fundamental para evitar en el futuro tan lamentables sucesos.

En el trasfondo pues, cabe preguntarse ¿que puede haber hecho llegar a tal extremo a un individuo, que es lo que ha fallado para que tal situación de haya dado?. Al margen de la falta de cordura que queda manifiesta en tal actuación, lo que está claro es que urge plantearse si detrás de los actos de agresión contra la naturaleza, sean del tipo que sean, no hay un vacío emocional que ha llevado a la sociedad a una cada vez mayor desconexión con su esencia natural, materializando todo ser viviente o el espacio natural que le envuelve, al dotarle de valor solo en función de su utilidad práctica o mercantil. Decía Buda que todo lo que somos es el resultado de lo que hemos pensado, así que si queremos cambiar la sociedad que tenemos, hemos de empezar por cambiar nuestros pensamientos, hacernos conscientes de lo real que no es sino la vida y potenciar un marco emocional que sustituya el concepto del precio por el de aprecio, el del afecto por lo vivo.



El roble de La Solana ha muerto, de pie como mueren los seres dignos, el bosque al que pertenecía sigue aún ahí, velando su yermo y robusto cuerpo. Quizás como seres sabios que son, lleguen a perdonar la pérdida de tan venerable hermano y como en otros casos, nos sigan dando una oportunidad tras otra de no volver a equivocarnos. Sinceramente, no sé si seremos capaces de ello.